Por Carola Figueroa Flores, Académica del Doctorado en IA
Nos acercamos a una elección decisiva en Chile con un paisaje informativo distinto al de cualquier época anterior. La combinación entre inteligencia artificial y campañas políticas inauguró una frontera de poder donde quien controla la narrativa digital puede inclinar percepciones mucho antes de que el ciudadano llegue a la urna. El problema no es sólo la mentira, sino su apariencia de verdad: imágenes, voces y textos sintéticos que parecen auténticos y que, a diferencia de los panfletos de antaño, viajan a la velocidad del clic.
No se trata de hipótesis. En 2024, una investigación de BBC Panorama halló imágenes generadas con IA que mostraban a votantes negros apoyando a Donald Trump: no había vínculo comprobado con su campaña oficial, pero el material se difundió ampliamente y muchos usuarios lo tomaron por real. En Chile también hemos visto señales de vulnerabilidad: durante el plebiscito de 2022, el SERVEL recibió 202 denuncias por noticias falsas que terminaron archivadas por falta de atribuciones y, en contiendas recientes, cuentas anónimas se emplearon para desprestigiar candidaturas. Estas tácticas no sólo “hacen viral” algo falso: buscan erosionar la confianza en medios, instituciones electorales y en la idea misma de verdad compartida.
La IA actúa como un “chef digital” que mezcla rostros sintéticos, textos plausibles y videos creíbles con segmentación milimétrica. Un mismo mensaje político puede tener docenas de versiones, afinadas para el perfil psicológico, ingresos o preferencias de cada audiencia. Con modelos generativos se pueden producir millones de piezas “verosímiles” en minutos, saturando la conversación pública y ocultando el patrón general. El resultado es una esfera pública fragmentada y opaca: ya no vemos lo que está pasando, sino lo que un algoritmo decide mostrarnos para maximizar atención y emoción.
Además, nuestro marco legal quedó corto para este escenario. La Ley 18.700 define propaganda electoral, pero no aborda deepfakes ni microsegmentación; la Ley 19.884 regula el gasto, pero no la opacidad algorítmica que decide a quién se le muestra qué. En contraste, la Unión Europea avanza con el AI Act exigiendo etiquetado y trazabilidad en contenidos sintéticos de alto riesgo; y en EE. UU., la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), prohibió las llamadas automatizadas con voces clonadas por IA durante campañas políticas. Chile puede y debe actualizarse: transparencia obligatoria (quién paga, qué segmentación y qué herramientas se usan), responsabilidad proporcional por desinformación electoral, etiquetado visible de contenido generado por IA, herramientas públicas de verificación y alfabetización mediática como política de Estado.
No se trata de tecnofobia ni resignación a una “democracia eficaz” sin deliberación; se trata de reconstruir confianza. La IA es la herramienta más poderosa jamás creada para influir en la opinión pública, pero su impacto dependerá de nuestras reglas, nuestra ética y nuestro criterio. A días de la elección, la invitación es simple y urgente: pausar antes de compartir, buscar fuentes confiables, preguntar quién paga y por qué veo esto, y exigir transparencia tecnológica. La democracia no se sostiene sola, necesita ciudadanos críticos, instituciones vigilantes y normas claras para que la verdad deje de ser un producto personalizado por algoritmos y vuelva a ser un bien común.
Enlace de columna de opinión
https://www.elsur.cl/impresa/2025/10/12/full/cuerpo-principal/3/